Garbanzos y República: disoluciones y
dispersiones
Emilio
García Montiel
Nota: El presente texto es una corrección mínima, con
vistas a su lectura, de los apuntes utilizados para mi ponencia. No reproduce, por
tanto, todo lo expuesto, o comentado, durante la misma.
Hay una
viñeta de Eliseo Diego, titulada “De Esperanza Venablos”, que describe el curioso
e inalcanzable sueño de una apagada viejecita. Recogida en sus Divertimentos, de 1946, la viñeta dice:
Esperanza Venablos, esta viejecita carcomida, cerrados los ojos, las
manos secas en la falda, no sueña con las palomas, ni con gasas tenues, ni con
el rubor pálido de una “puesta” que vio de muchacha. Sueña –pero no vayamos a
reírnos- con un plato de humeantes garbanzos. Y sacudiendo la débil cabeza, los
nombra una vez y otra: “¡Qué garbanzos, Dios mío, qué garbanzos!”
Porque sucede que Esperanza Venablos no comerá ya nunca garbanzos. Hace
quince años que no los prueba, y en todo lo que resta de la eternidad, no los
volverá a gustar nunca.
De modo que los humeantes garbanzos son el más hermoso sueño, el más
puro. Son, en efecto -¡Dios nos valga!- un puro sueño.
Cuando leí Divertimentos, probablemente hacia inicios
de los años ochenta, di en equiparar el sueño de Esperanza Venablos con las
rememoraciones de mi familia sobre las infinitas y baratas maravillas
gastronómicas que, antes de 1959, había
en “la plaza” (como llamaban en la casa al Mercado Único), en las fondas, en
las bodegas, en los “puestos”, en las dulcerías, en aquellos negocios urbanos
que llamaban “vidrieras” o en los carros, tarimas y cajones de los vendedores
ambulantes. Cuando les escuchaba discurrir sobre ello, especialmente sobre los
helados de frutas de los chinos -que
consideraban inigualables- o sobre la frutas mismas -cuyo rango de ausencia en
el mercado revolucionario, a juzgar por aquellas enumeradas en la Silva Cubana de Manuel Justo de
Rubalcaba a finales del siglo XVIII (guayaba, marañón, guanábana, caimito,
papaya, aguacate, jagua, mamey, mamoncillo, tamarindo), era bastante generoso- venía
a mi cabeza Esperanza Venablos y sus imposibles garbanzos humeantes. La
ausencia de esos garbanzos, de esas viandas, de esos helados o de esas frutas
eran también, en un sentido amplio, la disolución forzada de una cultura
material; disolución sostenida no por la cotidiana obsolescencia de objetos (o
funciones) paulatinamente reemplazados por otros de mejor calidad o
funcionamiento, sino por la desaparición de los primeros y la imposibilidad de
los segundos. Las rememoraciones de mis mayores no remitían, por tanto, a la
nostalgia de un ámbito infantil o juvenil, sino a carencias sobrevenidas en
plena adultez, probablemente en un lapso no mayor de diez años. Carencias
disimuladas, a veces, por la dispersión de los productos o la marginalidad con que
la se comercializaban En su Informe
contra mí mismo Eliseo Alberto Diego enumera:
No había mucho, pero si buscabas por aquí o por allá, había. Algo había.
Algo. Había caramelos en el zoológico de 26. Galletas con queso crema en el
Parque Almendares. Coctel de ostiones en San lázaro e Infanta. Panetelas
borrachas en el Ten Cent. Yoghourt de sabores en la cafetería de la Universidad
de La Habana. Refrescos de naranja en el Coliseo de la Ciudad Deportiva. Quesos
azules en la calle Muralla. Chiviricos en
La Pelota. Pizzas en la Piragua. Esponrús en la Ward de Santa Catalina.
Chocolates (peters, decíamos) en el Parque Lenin. Croquetas al plato en la
cafetería de 23 y F. Caldo de pollo en El Castillo de Jagua. Masarreales en la
Escuela de Letras. Pan con tortilla en los merenderos de Santa María del Mar.
Algodón de azúcar en la carpa del Circo Nacional. Discos Voladores en el
SODAINIT de 21 y 12. Brazos gitanos en la dulcería de Los Andes. Dobos en
Silvain….
Porque la
desaparición no es únicamente la de “antes”, sino también la de “ahora”; la
agravada por el imperativo de la adquisición inmediata, por el reconocimiento
tácito de que lo que “sacaban” hoy podía agotarse en cuestión de minutos, en un
particular local de dispendio o en todos a la vez. “Sacaban” o “llegaba” o
“venía”, verbos que connotan no sólo escasez o ineficiencia, sino también la temporalidad
y direccionalidad imprevisibles determinadas por la autoridad. (En este sentido, la cola es tal vez el mayor
aporte revolucionario a la imagen del espacio urbano; amén del resto del campo
socialista). La duración en el mercado de un producto -o de cualquiera de sus sucedáneos
revolucionarios, como los zapatos plásticos, el ineficaz barberito para cortarse el cabello o los romos cubiertos de
“campismo” con sus fundas de plástico a modo de peces- se convierte en
aleatoria e impredecible, además de desequilibrante -reflejo de los propios
desatinos y caprichos económicos gubernamentales- para cualquier tipo de
planificación, familiar o personal, de futuro. Así, a la nostalgia de ese antes
mediato (ya asentado como irrecuperable) se suma la nostalgia de un antes inmediato donde se evoca, no ya lo
existente antes de 1959, sino lo que había
el año pasado o el mes pasado y que deviene igualmente irrecuperable (la libra
de azúcar para Chile; el desmantelamiento de las pilotos, o su reinterpretación en forma de pipas de cerveza, no
menos imprevisibles en su ambulantaje; o la aparición y desaparición del “mercado
libre campesino” o de los artesanos de la catedral).
Es este
carácter efímero del presente material el que hace que la rememoración del
pasado prerrevolucionario (en el deseo como mínimo, de volver a lo que se podía
comer u obtener) pase funcionar como anhelo de futuro, toda vez que la
volatilidad del presente no es sino una continua inmovilidad. Espacialmente,
sin embargo, el futuro estaba en el extranjero. Desde el punto de vista
gubernamental, el futuro era la Unión Soviética (o al menos así lo divulgaron
hasta la caída del sistema socialista); o la propia Cuba si el punto de
referencia era África o América Latina. En este tenor, las dimensiones de ese ejemplar
futuro cubano -siempre construyéndose sin haber nunca podido asentar el
presente- eran descomunales: se iba a tener la mayor hidroeléctrica de Latinoamérica,
la zafra azucarera más grande de la historia o quesos mejores que los de
Holanda, y hasta sus prostitutas, cuando se admitió tímidamente su existencia, eran
las más cultas del mundo. Un futuro colateralmente desangrado hacia África o
América Latina –el gobierno cubano también “construía” el futuro de otros- en
forma de ayuda militar, económica, material y humana, las cuales, al primer
cambio político en los países agraciados, dejaban de ser resarcidas, o eran utilizadas
directamente en contra del propio gobierno cubano.
Con la caída
del sistema socialista, buena parte de esta grandilocuencia se restringiría a la
recepción de lo extranjero a través de la apertura de Cuba al turismo y a las
remesas de los que viven fuera de la isla (matizado con las conocidas extorsiones
por permisos de entrada y de salida). Paralelamente, la ciudad de La Habana se
había convertido en una evidencia casi literal de la constante pérdida
material; la construcción de sus ruinas, como ha dicho Antonio José Ponte, rememora
la guerra que no fue, y lo más cercano a un futuro arquitectónico y urbanístico
apenas rebasaba la década del cincuenta. La fachada hacia el extranjero que,
dentro de este contexto, resulta el trabajo de restauración y administración de
la zona turística de La Habana Vieja es evidente.
Desde el
punto de vista de buena parte de la ciudadanía, sin embargo, el futuro estaba
(está) en huir del país o, mínimamente, en poder restaurar su presente personal
con un viaje temporal fuera de Cuba. Para el gobierno, no obstante, siempre hubo
(hay) un presente que dio en relegarse como pasado, propagandísticamente enfatizado
como “rezagos del pasado”: todo lo que consideraban impropio del sistema
revolucionario. Su eco en ámbitos culturales se dio no sólo en la conocida elisión
de escritores y artistas en desacuerdo con el castrismo (o imputados de
cualquier cargo englobable bajo ese rubro), tal como bien detalla Rafael Rojas
en El estante vacío, sino también por
la promoción del desconocimiento de parte de aquella cultura nacida “antes”;
así, por ejemplo, en el rubro de la música, conjuntamente con la carencia de
una crítica cotidiana y consecuente (lo mismo que para el resto de las artes),
compositores y cantantes como Rafael Ortíz o Carlos Embale, todos ellos en la
isla y en muy buena forma todavía, pasaban a ser, cuando no desconocidos, popularmente
etiquetados como “música de viejos”; otros serían etiquetados como “música
ociosa”, es decir, descartable dentro de la programación musical. Un empeño paralelo
de marcar el tiempo en el campo del arte sería, sobre todo en cuanto a
escritores y artistas plásticos, la persistencia de la división generacional:
la generación de los cincuenta, de los sesenta, de los setenta, de los ochenta
o de los noventa, siempre matizadas con la obsesiva necesidad de artistas
“novísimos”.
La validación
de olvido, también como pauta para la construcción de la historia nacional, ha
sido recientemente analizada por Rafael Rojas en su ensayo “Contra el relato
oficial” (en La máquina del olvido)
donde advierte cómo Fidel Castro considera que el hecho de que “la ciudadanía
de la isla desconozca a [los] políticos del pasado cubano no sólo no es malo,
sino que es inevitable, ya que los mismos –por oponerse al curso natural de la
historia- fueron sepultados por esta”. Por otra parte, la latente idea o
amenaza castrista de anular espacio y tiempo, es decir, la decisión de destruir
la nación ante la derrota, puede también pensarse en el tenor de “odio a los
sobrevivientes” que Paul Virilio apunta (en su Estética de la desaparición) con relación a un telegrama de similar
contenido escrito por Hitler: “si se pierde la guerra que la nación perezca”. En la ficción no creo que haya libro que
desmonte tan bien, y tan consecuentemente, este proceso como Leve Historia de Cuba, de Enrique del
Risco y Francisco García González, con su mordaz emplazamiento de la Historia
de Cuba como narrativa, su escrupulosa desarticulación de la enseñanza de esa
historia, y su cuestionamiento frontal a los sucesivos procesos de invención de
una patria.
Hacia la
misma época en que leí Divertimentos,
leí también La calzada de Jesús del Monte,
publicada por Eliseo Diego en 1949. De este libro me resultaba enigmático un
fragmento del poema “El sitio en que tan bien se está”, donde el narrador evoca
una República que es incapaz de pronunciar tal como su padre lo decía; una
República que para su padre llega a ser, incluso, casi como “una materia” concebida
desde la satisfacción o el orgullo y sentida como pertenencia:
7
Tendrá que ver
como mi padre lo decía:
La República.
En el tranvía amarillo:
la República, era,
lleno el pecho, como
decir la suave,
amplia, sagrada
mujer que le dio hijos.
En el café morado:
la República, luego
de cierta pausa, como
quien pone su bastón
de granadillo, su alma
su ofrendada justicia,
sobre la mesa fría
Como si fuese una materia,
el alma, la camisa,
las dos manos,
una parte cualquiera
de su vida.
Yo, que no sé
decirlo: la República.
Para
entonces, el término República (esa República)
no significaba para mí más que un lato sinónimo de pasado y no era capaz de
aventurar qué estaba detrás de la imposibilidad del narrador para repetir el
modo en que su padre la evocaba. No sería sino años después, cuando -también extrapolándolo-
di en leer este poema como una equivalencia, en términos políticos, de aquellas
rememoraciones familiares sobre una cultura material perdida, que yo había dado
en comparar con el sueño, el humeante plato de garbanzos imposibles, de
Esperanza Venablos.
Qué interesante me parece todo. Guardo el enlace para ir leyendo y aprendiendo poco a poco. Un saludo
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