Friday, June 15, 2012

Garbanzos y República: disoluciones y dispersiones


Garbanzos y República: disoluciones y dispersiones
Emilio García Montiel
Nota: El presente texto es una corrección mínima, con vistas a su lectura, de los apuntes utilizados para mi ponencia. No reproduce, por tanto, todo lo expuesto, o comentado, durante la misma.

Hay una viñeta de Eliseo Diego, titulada “De Esperanza Venablos”, que describe el curioso e inalcanzable sueño de una apagada viejecita. Recogida en sus Divertimentos, de 1946, la viñeta dice:
Esperanza Venablos, esta viejecita carcomida, cerrados los ojos, las manos secas en la falda, no sueña con las palomas, ni con gasas tenues, ni con el rubor pálido de una “puesta” que vio de muchacha. Sueña –pero no vayamos a reírnos- con un plato de humeantes garbanzos. Y sacudiendo la débil cabeza, los nombra una vez y otra: “¡Qué garbanzos, Dios mío, qué garbanzos!”
Porque sucede que Esperanza Venablos no comerá ya nunca garbanzos. Hace quince años que no los prueba, y en todo lo que resta de la eternidad, no los volverá a gustar nunca.
De modo que los humeantes garbanzos son el más hermoso sueño, el más puro. Son, en efecto -¡Dios nos valga!- un puro sueño.
Cuando leí Divertimentos, probablemente hacia inicios de los años ochenta, di en equiparar el sueño de Esperanza Venablos con las rememoraciones de mi familia sobre las infinitas y baratas maravillas gastronómicas que, antes de 1959,  había en “la plaza” (como llamaban en la casa al Mercado Único), en las fondas, en las bodegas, en los “puestos”, en las dulcerías, en aquellos negocios urbanos que llamaban “vidrieras” o en los carros, tarimas y cajones de los vendedores ambulantes. Cuando les escuchaba discurrir sobre ello, especialmente sobre los helados de frutas de los chinos -que consideraban inigualables- o sobre la frutas mismas -cuyo rango de ausencia en el mercado revolucionario, a juzgar por aquellas enumeradas en la Silva Cubana de Manuel Justo de Rubalcaba a finales del siglo XVIII (guayaba, marañón, guanábana, caimito, papaya, aguacate, jagua, mamey, mamoncillo, tamarindo), era bastante generoso- venía a mi cabeza Esperanza Venablos y sus imposibles garbanzos humeantes. La ausencia de esos garbanzos, de esas viandas, de esos helados o de esas frutas eran también, en un sentido amplio, la disolución forzada de una cultura material; disolución sostenida no por la cotidiana obsolescencia de objetos (o funciones) paulatinamente reemplazados por otros de mejor calidad o funcionamiento, sino por la desaparición de los primeros y la imposibilidad de los segundos. Las rememoraciones de mis mayores no remitían, por tanto, a la nostalgia de un ámbito infantil o juvenil, sino a carencias sobrevenidas en plena adultez, probablemente en un lapso no mayor de diez años. Carencias disimuladas, a veces, por la dispersión de los productos o la marginalidad con que la se comercializaban En su Informe contra mí mismo Eliseo Alberto Diego enumera:
No había mucho, pero si buscabas por aquí o por allá, había. Algo había. Algo. Había caramelos en el zoológico de 26. Galletas con queso crema en el Parque Almendares. Coctel de ostiones en San lázaro e Infanta. Panetelas borrachas en el Ten Cent. Yoghourt de sabores en la cafetería de la Universidad de La Habana. Refrescos de naranja en el Coliseo de la Ciudad Deportiva. Quesos azules en la calle Muralla. Chiviricos en  La Pelota. Pizzas en la Piragua. Esponrús en la Ward de Santa Catalina. Chocolates (peters, decíamos) en el Parque Lenin. Croquetas al plato en la cafetería de 23 y F. Caldo de pollo en El Castillo de Jagua. Masarreales en la Escuela de Letras. Pan con tortilla en los merenderos de Santa María del Mar. Algodón de azúcar en la carpa del Circo Nacional. Discos Voladores en el SODAINIT de 21 y 12. Brazos gitanos en la dulcería de Los Andes. Dobos en Silvain….
Porque la desaparición no es únicamente la de “antes”, sino también la de “ahora”; la agravada por el imperativo de la adquisición inmediata, por el reconocimiento tácito de que lo que “sacaban” hoy podía agotarse en cuestión de minutos, en un particular local de dispendio o en todos a la vez. “Sacaban” o “llegaba” o “venía”, verbos que connotan no sólo escasez o ineficiencia, sino también la temporalidad y direccionalidad imprevisibles determinadas por la autoridad.  (En este sentido, la cola es tal vez el mayor aporte revolucionario a la imagen del espacio urbano; amén del resto del campo socialista). La duración en el mercado de un producto -o de cualquiera de sus sucedáneos revolucionarios, como los zapatos plásticos, el ineficaz barberito para cortarse el cabello o los romos cubiertos de “campismo” con sus fundas de plástico a modo de peces- se convierte en aleatoria e impredecible, además de desequilibrante -reflejo de los propios desatinos y caprichos económicos gubernamentales- para cualquier tipo de planificación, familiar o personal, de futuro. Así, a la nostalgia de ese antes mediato (ya asentado como irrecuperable) se suma la nostalgia de un antes inmediato donde se evoca, no ya lo existente antes de 1959, sino lo que había el año pasado o el mes pasado y que deviene igualmente irrecuperable (la libra de azúcar para Chile; el desmantelamiento de las pilotos, o su reinterpretación en forma de pipas de cerveza, no menos imprevisibles en su ambulantaje; o la aparición y desaparición del “mercado libre campesino” o de los artesanos de la catedral).  
Es este carácter efímero del presente material el que hace que la rememoración del pasado prerrevolucionario (en el deseo como mínimo, de volver a lo que se podía comer u obtener) pase funcionar como anhelo de futuro, toda vez que la volatilidad del presente no es sino una continua inmovilidad. Espacialmente, sin embargo, el futuro estaba en el extranjero. Desde el punto de vista gubernamental, el futuro era la Unión Soviética (o al menos así lo divulgaron hasta la caída del sistema socialista); o la propia Cuba si el punto de referencia era África o América Latina. En este tenor, las dimensiones de ese ejemplar futuro cubano -siempre construyéndose sin haber nunca podido asentar el presente- eran descomunales: se iba a tener la mayor hidroeléctrica de Latinoamérica, la zafra azucarera más grande de la historia o quesos mejores que los de Holanda, y hasta sus prostitutas, cuando se admitió tímidamente su existencia, eran las más cultas del mundo. Un futuro colateralmente desangrado hacia África o América Latina –el gobierno cubano también “construía” el futuro de otros- en forma de ayuda militar, económica, material y humana, las cuales, al primer cambio político en los países agraciados, dejaban de ser resarcidas, o eran utilizadas directamente en contra del propio gobierno cubano.
Con la caída del sistema socialista, buena parte de esta grandilocuencia se restringiría a la recepción de lo extranjero a través de la apertura de Cuba al turismo y a las remesas de los que viven fuera de la isla (matizado con las conocidas extorsiones por permisos de entrada y de salida). Paralelamente, la ciudad de La Habana se había convertido en una evidencia casi literal de la constante pérdida material; la construcción de sus ruinas, como ha dicho Antonio José Ponte, rememora la guerra que no fue, y lo más cercano a un futuro arquitectónico y urbanístico apenas rebasaba la década del cincuenta. La fachada hacia el extranjero que, dentro de este contexto, resulta el trabajo de restauración y administración de la zona turística de La Habana Vieja es evidente.
Desde el punto de vista de buena parte de la ciudadanía, sin embargo, el futuro estaba (está) en huir del país o, mínimamente, en poder restaurar su presente personal con un viaje temporal fuera de Cuba. Para el gobierno, no obstante, siempre hubo (hay) un presente que dio en relegarse como pasado, propagandísticamente enfatizado como “rezagos del pasado”: todo lo que consideraban impropio del sistema revolucionario. Su eco en ámbitos culturales se dio no sólo en la conocida elisión de escritores y artistas en desacuerdo con el castrismo (o imputados de cualquier cargo englobable bajo ese rubro), tal como bien detalla Rafael Rojas en El estante vacío, sino también por la promoción del desconocimiento de parte de aquella cultura nacida “antes”; así, por ejemplo, en el rubro de la música, conjuntamente con la carencia de una crítica cotidiana y consecuente (lo mismo que para el resto de las artes), compositores y cantantes como Rafael Ortíz o Carlos Embale, todos ellos en la isla y en muy buena forma todavía, pasaban a ser, cuando no desconocidos, popularmente etiquetados como “música de viejos”; otros serían etiquetados como “música ociosa”, es decir, descartable dentro de la programación musical. Un empeño paralelo de marcar el tiempo en el campo del arte sería, sobre todo en cuanto a escritores y artistas plásticos, la persistencia de la división generacional: la generación de los cincuenta, de los sesenta, de los setenta, de los ochenta o de los noventa, siempre matizadas con la obsesiva necesidad de artistas “novísimos”.
La validación de olvido, también como pauta para la construcción de la historia nacional, ha sido recientemente analizada por Rafael Rojas en su ensayo “Contra el relato oficial” (en La máquina del olvido) donde advierte cómo Fidel Castro considera que el hecho de que “la ciudadanía de la isla desconozca a [los] políticos del pasado cubano no sólo no es malo, sino que es inevitable, ya que los mismos –por oponerse al curso natural de la historia- fueron sepultados por esta”. Por otra parte, la latente idea o amenaza castrista de anular espacio y tiempo, es decir, la decisión de destruir la nación ante la derrota, puede también pensarse en el tenor de “odio a los sobrevivientes” que Paul Virilio apunta (en su Estética de la desaparición) con relación a un telegrama de similar contenido escrito por Hitler: “si se pierde la guerra que la nación perezca”.  En la ficción no creo que haya libro que desmonte tan bien, y tan consecuentemente, este proceso como Leve Historia de Cuba, de Enrique del Risco y Francisco García González, con su mordaz emplazamiento de la Historia de Cuba como narrativa, su escrupulosa desarticulación de la enseñanza de esa historia, y su cuestionamiento frontal a los sucesivos procesos de invención de una patria.
Hacia la misma época en que leí Divertimentos, leí también La calzada de Jesús del Monte, publicada por Eliseo Diego en 1949. De este libro me resultaba enigmático un fragmento del poema “El sitio en que tan bien se está”, donde el narrador evoca una República que es incapaz de pronunciar tal como su padre lo decía; una República que para su padre llega a ser, incluso, casi como “una materia” concebida desde la satisfacción o el orgullo y sentida como pertenencia:  
7
Tendrá que ver
como mi padre lo decía:
La República.
En el tranvía amarillo:
la República, era,
lleno el pecho, como
decir la suave,
amplia, sagrada
mujer que le dio hijos.

En el café morado:
la República, luego
de cierta pausa, como
quien pone su bastón
de granadillo, su alma
su ofrendada justicia,
sobre la mesa fría

Como si fuese una materia,
el alma, la camisa,
las dos manos,
una parte cualquiera
de su vida.
Yo, que no sé
decirlo: la República.

Para entonces, el término República (esa República) no significaba para mí más que un lato sinónimo de pasado y no era capaz de aventurar qué estaba detrás de la imposibilidad del narrador para repetir el modo en que su padre la evocaba. No sería sino años después, cuando -también extrapolándolo- di en leer este poema como una equivalencia, en términos políticos, de aquellas rememoraciones familiares sobre una cultura material perdida, que yo había dado en comparar con el sueño, el humeante plato de garbanzos imposibles, de Esperanza Venablos.

1 comment:

  1. Qué interesante me parece todo. Guardo el enlace para ir leyendo y aprendiendo poco a poco. Un saludo

    ReplyDelete