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Monday, June 18, 2012

Alexis Romay: El arte de las fugas

A millas y años luz de aquel instante, recuerdo la primera vez que escuché una frase que habría de marcar mi adolescencia y que, sin que me resultara obvio hasta hace un par de semanas, estaría presente también en mi vida de adulto. La máxima era atribuida al entonces General de Ejército —hoy heredero de la finca privada que es Cuba— y rezaba: “El deber de todo buen soldado es escaparse. Y el deber de todo buen oficial es atraparlo”. La sentencia me llegó de boca de un capitán de cuyo nombre no quiero acordarme. Y me la dijo una tarde en que me atraparon en el acto de buscar mi salida de emergencia. En aquel entonces, yo no era un soldado —nunca lo fui—, pero me trataban, de hecho, me entrenaban como tal. Esto ocurrió durante mi incursión —breve, pero indeleble— en la vida castrense: era un alumno más de la Escuela Militar “Camilo Cienfuegos” de Capdevila, preuniversitario riguroso donde los hubiera del que, por fin, me expulsarían en el duodécimo grado por “graves problemas disciplinarios”.

El motivo de mis constantes escapadas era la Escuela Vocacional “Vladimir Ilich Lenin”, un preuniversitario a una hora de mi escuela, o más, en dependencia del tiempo que tardáramos en conseguir un camión, guagua o chofer particular que tuviera la gentileza de adelantarnos un tramo del camino en aquellas carreteras nocturnas agraciadas con muy poca luz y muchos baches. Iba a la Lenin no por la cercanía, que era relativa, sino por la generosa proporción entre hembras y varones —cinco por uno—, lo que constituía el extremo opuesto de aquel cuartel militar en el que se me iba la vida entre gritos de “firmes” y “rompan filas”. Algunas estudiantes de la Vocacional Lenin tenían cierta vocación por el uniforme verde que vestíamos los “camilitos”. No sé si por caridad, mal gusto o para variar, pero lo cierto es que nos acogían con los brazos abiertos y hacían que valieran la pena y el esfuerzo nuestros meticulosos planes de fuga, que incluían calcular al detalle los horarios de los pases de lista y de las innecesarias e incontables formaciones en la plazoleta central, que evitáramos la pesada luz de los reflectores y cruzáramos, no siempre libres de arañazos, la cerca de alambre de púas que separaba a la jaula pequeña que era la escuela militar de la jaula grande que era el resto de la isla.

Los estudiantes de ambas escuelas estábamos confinados a nuestros respectivos recintos en la periferia habanera desde la noche del domingo hasta la tarde del viernes, cuando nos daban el pase para ir a casa a recordar como lucían los rostros de nuestras madres. En medio de aquel encierro continuo y sistemático, los camilitos nos fugábamos a La Lenin por amor... y otros efectos especiales. Perdonen el repentino salto a la primera persona del plural. La circunstancia lo pedía. Regreso a alimentar el ego.

En una escuela y un país en donde la delación era y, por desgracia, sigue siendo moneda de cambio, todavía me jacto de jamás haber delatado ni a propios ni a extraños. Esto viene a cuento pues en una ocasión estuve más de un mes castigado, sin pase, por no revelar la identidad del autor intelectual del pelotazo que rompió un ventanal del gimnasio. El noviazgo del balón de fútbol con la patada que lo condujo al futuro cristal roto fue considerado un acto de sabotaje a la institución revolucionaria, en tanto que destruyó la tranquilidad escolar y la propiedad del estado. Me amenazaron con la famosa “mancha en el expediente”; cuando ese recurso no funcionó, me trataron de reclutar a la Unión de Jóvenes Comunistas —por aquello de “si no puedes con tu enemigo, únete a él”—, pero en ambas ocasiones, ay, este hombre dijo “no” y siguió callando. (“Menudo heroísmo”, pienso ahora, pero el diablo siempre ha vivido en los detalles). ¿Y qué hice durante esos fines de semana encerrado en mi escuela-cárcel? Pues fugarme para caer por los siempre gratos aquelarres que organizaban mis amigos de La Lenin. Entonces, en medio de los rones y el jolgorio, recordaba la frase jactanciosa del capitán y la subvertía: el deber de un buen soldado es escaparse y que no lo atrapen.

Cuando el cúmulo de indisciplinas —fugas incluidas— fue tal que la situación pedía a gritos un escarmiento público, a la jefatura de la escuela no le quedó más remedio que expulsarme de sus gloriosas filas. Fui a parar a los Camilitos del Cotorro, institución que se dignó a acogerme, cumpliendo su papel de vertedero a donde íbamos a dar todos los indeseados de las otras tres escuelas militares de La Habana. Y entonces aquello fue coser y cantar. El gardeo a presión al que me tenían acostumbrado en Capdevila brillaba por su ausencia en el Cotorro, de modo que pasé el resto del curso perfeccionando las mil y una maneras de escurrirme por el hueco de una aguja. Aun así, al final del curso, en un acto público, los jerarcas de la escuela me retiraron el derecho a asistir al acto de graduación, declarándome una “vergüenza al uniforme militar”, dictamen que sigue estando en el hit parade de mis cumplidos. Un poco por llevarles la contraria y un poco por cerrar aquel capítulo bailando, esa noche me colé en aquella fiesta que también era mía; lo que, si se mira bien, constituye una fuga a la inversa, pues crucé también una cerca (en ese caso, de un club de recreo para militares); la diferencia radica en que en esa ocasión lo hacía para entrar.

Nada pudo prepararme mejor para casi tres lustros de exilio sin pasaje de regreso que esos tres años envuelto en aquel odioso uniforme verde olivo, periodo en el que aprendí a ser y a estar lejos de mi familia. Nada me pudo preparar mejor para mi gran fuga del país que aquellas escapadas juveniles durante mi etapa de estudiante de una escuela militar. De tal suerte –y vaya suerte—, años más tarde tendría la oportunidad de poner en práctica lo ejercitado en los tiempos en que seguía los pasos de Papillón y aprendía a calcular el vaivén de la séptima ola.

En un breve ensayo, mi amigo Enrique del Risco plantea un argumento irrefutable: “de las dictaduras de verdad, uno se va solo una vez”. Sin embargo, tres fueron las veces que salí de Cuba y las tres siguiendo el mismo método, que no expongo aquí por si todavía no ha caducado; pero que, en esencia, consistía en jugarle cabeza a la maquinaria tan represiva como burocrática que se encarga de controlar la entrada y salida de los cubanos a la isla que los vio envilecer. La tercera de mis fugas, que a la larga fue la vencida, se asemejaba a las de mis años mozos en que también venía al encuentro de un vestido y un amor. Y al igual que en mis días de estudiante, tuve que sortear a mis cancerberos para llegar a su encuentro.

Al arribar a Estados Unidos, ya sin necesidad de seguirme fugando del sitio en que tan bien estaba, trasladé mi obsesión con las evasiones al mundo de las letras y me lancé a escribir mi primera novela, Salidas de emergencia, que narra las disímiles maneras en que un puñado de compatriotas intenta escapar de circunstancias extremas y, en ocasiones, de la propia isla en peso. En mi segunda novela, la fuga es un elemento clave y constante. No me quedó más remedio: escribir sobre la Cuba contemporánea sin mencionar el ansia de huir del suelo patrio que desde hace décadas corroe tanto a las generaciones más jóvenes como a los entrados en años sería como pedirle a un animal que vive en cautiverio que describiera su vida diaria sin mencionar los barrotes, al margen de la ubicuidad de los mismos.

Siempre que me preguntan que cuándo me fui de Cuba, respondo automáticamente que irse de Cuba no es posible para los cubanos, del mismo modo que no era posible para los esclavos irse de los barracones. De un país que te impide la salida no te vas, te fugas. Como leo este texto en Nueva York, ante un público en el que todos los cubanos son, quieran reconocerlo o no, por edicto real, fugitivos, admito que aunque quizá original, nada tiene de extraordinaria mi odisea privada. Solo quería dejar constancia escrita y poner en letra de molde lo verdaderamente indisputable: entre otras tantas cosas, la historia de la segunda mitad del siglo XX cubano ha sido también un tratado, un compendio, un exquisito manual sobre el arte de las fugas.

Alexis Romay
Nueva Jersey, 8 de junio de 2012

Friday, June 15, 2012

Garbanzos y República: disoluciones y dispersiones


Garbanzos y República: disoluciones y dispersiones
Emilio García Montiel
Nota: El presente texto es una corrección mínima, con vistas a su lectura, de los apuntes utilizados para mi ponencia. No reproduce, por tanto, todo lo expuesto, o comentado, durante la misma.

Hay una viñeta de Eliseo Diego, titulada “De Esperanza Venablos”, que describe el curioso e inalcanzable sueño de una apagada viejecita. Recogida en sus Divertimentos, de 1946, la viñeta dice:
Esperanza Venablos, esta viejecita carcomida, cerrados los ojos, las manos secas en la falda, no sueña con las palomas, ni con gasas tenues, ni con el rubor pálido de una “puesta” que vio de muchacha. Sueña –pero no vayamos a reírnos- con un plato de humeantes garbanzos. Y sacudiendo la débil cabeza, los nombra una vez y otra: “¡Qué garbanzos, Dios mío, qué garbanzos!”
Porque sucede que Esperanza Venablos no comerá ya nunca garbanzos. Hace quince años que no los prueba, y en todo lo que resta de la eternidad, no los volverá a gustar nunca.
De modo que los humeantes garbanzos son el más hermoso sueño, el más puro. Son, en efecto -¡Dios nos valga!- un puro sueño.
Cuando leí Divertimentos, probablemente hacia inicios de los años ochenta, di en equiparar el sueño de Esperanza Venablos con las rememoraciones de mi familia sobre las infinitas y baratas maravillas gastronómicas que, antes de 1959,  había en “la plaza” (como llamaban en la casa al Mercado Único), en las fondas, en las bodegas, en los “puestos”, en las dulcerías, en aquellos negocios urbanos que llamaban “vidrieras” o en los carros, tarimas y cajones de los vendedores ambulantes. Cuando les escuchaba discurrir sobre ello, especialmente sobre los helados de frutas de los chinos -que consideraban inigualables- o sobre la frutas mismas -cuyo rango de ausencia en el mercado revolucionario, a juzgar por aquellas enumeradas en la Silva Cubana de Manuel Justo de Rubalcaba a finales del siglo XVIII (guayaba, marañón, guanábana, caimito, papaya, aguacate, jagua, mamey, mamoncillo, tamarindo), era bastante generoso- venía a mi cabeza Esperanza Venablos y sus imposibles garbanzos humeantes. La ausencia de esos garbanzos, de esas viandas, de esos helados o de esas frutas eran también, en un sentido amplio, la disolución forzada de una cultura material; disolución sostenida no por la cotidiana obsolescencia de objetos (o funciones) paulatinamente reemplazados por otros de mejor calidad o funcionamiento, sino por la desaparición de los primeros y la imposibilidad de los segundos. Las rememoraciones de mis mayores no remitían, por tanto, a la nostalgia de un ámbito infantil o juvenil, sino a carencias sobrevenidas en plena adultez, probablemente en un lapso no mayor de diez años. Carencias disimuladas, a veces, por la dispersión de los productos o la marginalidad con que la se comercializaban En su Informe contra mí mismo Eliseo Alberto Diego enumera:
No había mucho, pero si buscabas por aquí o por allá, había. Algo había. Algo. Había caramelos en el zoológico de 26. Galletas con queso crema en el Parque Almendares. Coctel de ostiones en San lázaro e Infanta. Panetelas borrachas en el Ten Cent. Yoghourt de sabores en la cafetería de la Universidad de La Habana. Refrescos de naranja en el Coliseo de la Ciudad Deportiva. Quesos azules en la calle Muralla. Chiviricos en  La Pelota. Pizzas en la Piragua. Esponrús en la Ward de Santa Catalina. Chocolates (peters, decíamos) en el Parque Lenin. Croquetas al plato en la cafetería de 23 y F. Caldo de pollo en El Castillo de Jagua. Masarreales en la Escuela de Letras. Pan con tortilla en los merenderos de Santa María del Mar. Algodón de azúcar en la carpa del Circo Nacional. Discos Voladores en el SODAINIT de 21 y 12. Brazos gitanos en la dulcería de Los Andes. Dobos en Silvain….
Porque la desaparición no es únicamente la de “antes”, sino también la de “ahora”; la agravada por el imperativo de la adquisición inmediata, por el reconocimiento tácito de que lo que “sacaban” hoy podía agotarse en cuestión de minutos, en un particular local de dispendio o en todos a la vez. “Sacaban” o “llegaba” o “venía”, verbos que connotan no sólo escasez o ineficiencia, sino también la temporalidad y direccionalidad imprevisibles determinadas por la autoridad.  (En este sentido, la cola es tal vez el mayor aporte revolucionario a la imagen del espacio urbano; amén del resto del campo socialista). La duración en el mercado de un producto -o de cualquiera de sus sucedáneos revolucionarios, como los zapatos plásticos, el ineficaz barberito para cortarse el cabello o los romos cubiertos de “campismo” con sus fundas de plástico a modo de peces- se convierte en aleatoria e impredecible, además de desequilibrante -reflejo de los propios desatinos y caprichos económicos gubernamentales- para cualquier tipo de planificación, familiar o personal, de futuro. Así, a la nostalgia de ese antes mediato (ya asentado como irrecuperable) se suma la nostalgia de un antes inmediato donde se evoca, no ya lo existente antes de 1959, sino lo que había el año pasado o el mes pasado y que deviene igualmente irrecuperable (la libra de azúcar para Chile; el desmantelamiento de las pilotos, o su reinterpretación en forma de pipas de cerveza, no menos imprevisibles en su ambulantaje; o la aparición y desaparición del “mercado libre campesino” o de los artesanos de la catedral).  
Es este carácter efímero del presente material el que hace que la rememoración del pasado prerrevolucionario (en el deseo como mínimo, de volver a lo que se podía comer u obtener) pase funcionar como anhelo de futuro, toda vez que la volatilidad del presente no es sino una continua inmovilidad. Espacialmente, sin embargo, el futuro estaba en el extranjero. Desde el punto de vista gubernamental, el futuro era la Unión Soviética (o al menos así lo divulgaron hasta la caída del sistema socialista); o la propia Cuba si el punto de referencia era África o América Latina. En este tenor, las dimensiones de ese ejemplar futuro cubano -siempre construyéndose sin haber nunca podido asentar el presente- eran descomunales: se iba a tener la mayor hidroeléctrica de Latinoamérica, la zafra azucarera más grande de la historia o quesos mejores que los de Holanda, y hasta sus prostitutas, cuando se admitió tímidamente su existencia, eran las más cultas del mundo. Un futuro colateralmente desangrado hacia África o América Latina –el gobierno cubano también “construía” el futuro de otros- en forma de ayuda militar, económica, material y humana, las cuales, al primer cambio político en los países agraciados, dejaban de ser resarcidas, o eran utilizadas directamente en contra del propio gobierno cubano.
Con la caída del sistema socialista, buena parte de esta grandilocuencia se restringiría a la recepción de lo extranjero a través de la apertura de Cuba al turismo y a las remesas de los que viven fuera de la isla (matizado con las conocidas extorsiones por permisos de entrada y de salida). Paralelamente, la ciudad de La Habana se había convertido en una evidencia casi literal de la constante pérdida material; la construcción de sus ruinas, como ha dicho Antonio José Ponte, rememora la guerra que no fue, y lo más cercano a un futuro arquitectónico y urbanístico apenas rebasaba la década del cincuenta. La fachada hacia el extranjero que, dentro de este contexto, resulta el trabajo de restauración y administración de la zona turística de La Habana Vieja es evidente.
Desde el punto de vista de buena parte de la ciudadanía, sin embargo, el futuro estaba (está) en huir del país o, mínimamente, en poder restaurar su presente personal con un viaje temporal fuera de Cuba. Para el gobierno, no obstante, siempre hubo (hay) un presente que dio en relegarse como pasado, propagandísticamente enfatizado como “rezagos del pasado”: todo lo que consideraban impropio del sistema revolucionario. Su eco en ámbitos culturales se dio no sólo en la conocida elisión de escritores y artistas en desacuerdo con el castrismo (o imputados de cualquier cargo englobable bajo ese rubro), tal como bien detalla Rafael Rojas en El estante vacío, sino también por la promoción del desconocimiento de parte de aquella cultura nacida “antes”; así, por ejemplo, en el rubro de la música, conjuntamente con la carencia de una crítica cotidiana y consecuente (lo mismo que para el resto de las artes), compositores y cantantes como Rafael Ortíz o Carlos Embale, todos ellos en la isla y en muy buena forma todavía, pasaban a ser, cuando no desconocidos, popularmente etiquetados como “música de viejos”; otros serían etiquetados como “música ociosa”, es decir, descartable dentro de la programación musical. Un empeño paralelo de marcar el tiempo en el campo del arte sería, sobre todo en cuanto a escritores y artistas plásticos, la persistencia de la división generacional: la generación de los cincuenta, de los sesenta, de los setenta, de los ochenta o de los noventa, siempre matizadas con la obsesiva necesidad de artistas “novísimos”.
La validación de olvido, también como pauta para la construcción de la historia nacional, ha sido recientemente analizada por Rafael Rojas en su ensayo “Contra el relato oficial” (en La máquina del olvido) donde advierte cómo Fidel Castro considera que el hecho de que “la ciudadanía de la isla desconozca a [los] políticos del pasado cubano no sólo no es malo, sino que es inevitable, ya que los mismos –por oponerse al curso natural de la historia- fueron sepultados por esta”. Por otra parte, la latente idea o amenaza castrista de anular espacio y tiempo, es decir, la decisión de destruir la nación ante la derrota, puede también pensarse en el tenor de “odio a los sobrevivientes” que Paul Virilio apunta (en su Estética de la desaparición) con relación a un telegrama de similar contenido escrito por Hitler: “si se pierde la guerra que la nación perezca”.  En la ficción no creo que haya libro que desmonte tan bien, y tan consecuentemente, este proceso como Leve Historia de Cuba, de Enrique del Risco y Francisco García González, con su mordaz emplazamiento de la Historia de Cuba como narrativa, su escrupulosa desarticulación de la enseñanza de esa historia, y su cuestionamiento frontal a los sucesivos procesos de invención de una patria.
Hacia la misma época en que leí Divertimentos, leí también La calzada de Jesús del Monte, publicada por Eliseo Diego en 1949. De este libro me resultaba enigmático un fragmento del poema “El sitio en que tan bien se está”, donde el narrador evoca una República que es incapaz de pronunciar tal como su padre lo decía; una República que para su padre llega a ser, incluso, casi como “una materia” concebida desde la satisfacción o el orgullo y sentida como pertenencia:  
7
Tendrá que ver
como mi padre lo decía:
La República.
En el tranvía amarillo:
la República, era,
lleno el pecho, como
decir la suave,
amplia, sagrada
mujer que le dio hijos.

En el café morado:
la República, luego
de cierta pausa, como
quien pone su bastón
de granadillo, su alma
su ofrendada justicia,
sobre la mesa fría

Como si fuese una materia,
el alma, la camisa,
las dos manos,
una parte cualquiera
de su vida.
Yo, que no sé
decirlo: la República.

Para entonces, el término República (esa República) no significaba para mí más que un lato sinónimo de pasado y no era capaz de aventurar qué estaba detrás de la imposibilidad del narrador para repetir el modo en que su padre la evocaba. No sería sino años después, cuando -también extrapolándolo- di en leer este poema como una equivalencia, en términos políticos, de aquellas rememoraciones familiares sobre una cultura material perdida, que yo había dado en comparar con el sueño, el humeante plato de garbanzos imposibles, de Esperanza Venablos.

Thursday, June 14, 2012

César Reynel Aguilera: hermandades de ultramar

Hermandades de ultramar


César Reynel Aguilera

Para T. y C.

Empiezo a escribir este texto en la gran isla de Abaco, una de las tantas que pueblan el archipiélago de Las Bahamas.
Dentro de unos días nos reuniremos, allá en Nueva York, un grupo de escritores cubanos para conversar sobre la distancia y el tiempo en nuestra literatura, o sea, en nuestras vidas.
Francisco García González vive en Kingston —Canadá—; Emilio García Montiel vive en Miami; Alexis Romay vive en Nueva Jersey y yo, que tengo domicilio legal en Montreal, estoy ahora sentado aquí, en una terraza  de Treasure Cay, en Las Bahamas, cuando me entra un correo de Enrique del Risco preguntándome, desde Nueva York, por el título de mi conferencia.
Tomo nota: Distancia, tiempo, literatura y Cuba. Tomo nota y tengo que ir al mercado —hoy me toca cocinar—. En el camino me sorprende una casa que hace esquina. Las paredes de cada costado muestran unas placas con nombres de calles que nunca han existido en la gran isla de Abaco, en una de las placas reza: Galiano, y en la otra: San Rafael, la esquina del pecado. La foto la perdí; pero la imagen quedará para recordarme que los cubanos hemos conquistado, de una forma humana e imperfecta, algo muy parecido al don de la ubicuidad.
Distancia, tiempo, literatura, Cuba y ubicuidad. Tomo notas y vuelvo a mirar al mar. Es Historia aceptada que los habitantes de Abaco vivieron durante mucho tiempo de rapiñar naufragios. Cualquier mapa enseña que esa es una de las islas de Las Bahamas que está más cerca del Atlántico. Los barcos venían del alto a toda vela, le entraban confiados a los bajíos y se descuadernaban para convertirse en industria. Los habitantes de la isla (¿abaquenses?), conocedores de corrientes y arrecifes, se encargaban de sacarlo todo; de recuperar y “guardar” desde el ancla hasta la rondana del palo mayor, desde el mascarón de proa hasta los ornamentos de popa. De eso vivieron durante mucho tiempo.
Esa industria llegó a ser tan productiva que cuando la corona inglesa decidió construir un faro, en la isla de Abaco, casi todos los habitantes se opusieron activamente a la idea. Los sabotajes fueron tantos y de tal magnitud que tomó varias décadas, bajo protección militar, poder culminar la empresa. Después de inaugurado el Faro, sin embargo, la gente aprendió a crear luces falsas que guiaban a los barcos hacia los bajíos más convenientes, y así siguieron viviendo de rapiñar naufragios.            
Miro al mar. Cuba es dos Morros con siglos de honestidad. Esa idea  de ser Faro vino después; antes fuimos eso que siempre seremos: un cruce de caminos. Un punto por el que tenían que pasar casi todos los barcos que iban o venían hacia Las Américas. Un nodo y un nudo que fue tejiendo —a puntadas y bordadas— una cultura hecha de velas que llegaban en caravanas y dejaban, en los puertos de La Habana y Santiago de Cuba, algo más que mercancías: dejaban noticias, ideas, palabras, sonidos, religiones, esperanzas y nostalgia... mucha nostalgia.
La mayoría de las personas que llegaron a Cuba en esos barcos lo hicieron en busca de fortuna. Esa es, quizás, una de nuestras grandes diferencias con Las Bahamas, un país que debe una buena parte de su hechura a aquellos colonos ingleses que fueron leales a la corona y, en consecuencia, tuvieron que salir huyendo del territorio americano a raíz del triunfo de la Revolución de las trece colonias. Para ellos el regreso era una pesadilla, para los que llegaban a Cuba, sin embargo, el regreso siempre fue un sueño.      
Muchos de esos soñadores fueron de un origen que hoy llamamos “español”, pero que en realidad nunca dejaron de reconocerse, algunos todavía lo hacen, como furibundamente asturianos, gallegos, catalanes o vascos. A esa masa predominante de “españoles” se sumaron chinos, irlandeses, ingleses y, con el tiempo, norteamericanos y rusos. Todos marcados por el regreso, todos marcados, a pesar de los siglos que los separan, por ese mirar al mar como a un espejo de paciencia, por esa forma de contar el tiempo en años, meses y días para un retorno que casi nunca sucedió, todos convertidos en nuestra primera hermandad de ultramar. 
Durante siglos, también, llegaron barcos cargados de esclavos africanos, una masa de hombres y mujeres que al igual que sus captores nunca dejó de mirar hacia ese mar que los separó de la tierra donde habían nacido. Y fue ese deseo espiritual, esas preguntas de ¿cómo estará eso, cómo estarán aquellos que dejamos allá, allende los mares?, o ¿cuándo viajaré a mi semilla? la que hermanó —a pesar de leguas y siglos de distancia—, desde el mismo inicio de nuestra nacionalidad, a los negros con sus dueños, a los oprimidos con sus opresores, a los poderosos con aquellos que un día los derrotarían, y a los racistas con la sangre futura y mezclada de unos nietos que después harían nación.       
Con el surgimiento de esa nacionalidad surgió, claro está, una forma de castigo que dio lugar a nuestra tercera hermandad de ultramar. Me refiero al destierro, y a esa variante ligera que hoy llamamos exilio. Pienso en Heredia buscando a Cuba en cada piedra, en cada árbol, y en cada despeñadero de agua que pudiera recordarle las crestas blancas y saladas de su mar; pienso en Martí conspirando para acortar la distancia y el tiempo de su retorno; en Carpentier, más cobarde que una ardilla, metaforizando ese retorno al único sitio donde se sintió seguro en su vida: el vientre de su madre; y pienso en Cabrera Infante declarándose muerto e inmortal en La Habana de un niño que ya nunca regresaría.
Siglos conectados por una misma hebra y un mismo nudo en la garganta. Distancia y tiempo borrados en una cuarta hermandad, esa hecha de varias generaciones de hombres y mujeres que por bien o mal que vivieran fuera de Cuba nunca dejaron de soñar —luchar, exigir, suplicar— sus regresos. Siglos de hijos criados hablando un español perfecto —para cuando regresemos— y de un mismo brindis en Navidad: El año que viene en Cuba. Porque la Nochebuena es, ya sabemos, un renacer.
En Abril de 1980 cortamos ancla y la isla, como un papalote, quedó a la deriva o al pairo, se fue a bolina. Los marielitos marcaron el inicio de nuestra quinta hermandad de ultramar. La de una generación pintada con lemas como “el último que apague el Morro”, “para atrás ni para tomar impulso”, y “a partir de aquí, por suerte, ya no hay regreso”. Distancia y tiempo contados como amuletos de un nunca jamás regresar, copas levantadas cada año para celebrar la partida, el renacer, la felicidad. Porque ¿quién carajos quiere vivir en el infierno? ¿A quién se le ocurre habitar un palacio de blanquísimas mofetas? ¿Quién puede ser feliz en una Cuba que se parece tanto a uno de esos asilos que en inglés llamamos “boarding home”? ¿Hogar de embarque? ¿Casa de abordaje? ¿Con sable en la boca y tibias cruzadas en la frente? No, gracias, ya nos consta que la muerte en vida es una nada cotidiana, y que de un país sin salidas de emergencia se escapa quemando las naves. Generaciones conectadas por un laberinto sin hilos; por un deambular desde Arenas hasta Zoé, por un regreso desde Romay hasta Victoria y Rosales.
Necesito pensar que hay una sexta hermandad de ultramar. Acaricio la idea de que muchos de los que nos reuniremos en Nueva York, dentro de unos días, formamos parte de ese grupo. Una generación literaria que por razones puramente biológicas tendrá, en algún momento, la opción de un regreso que casi ninguno de nosotros, creo, decidirá ejercer. Porque nunca olvidaremos que escapamos del infierno, porque ya tenemos nuestras vidas hechas aquí, porque no nos anima ninguna revancha ni triunfalismo alguno, porque no existimos en la realidad.
Somos virtuales, estamos hechos de palabras e ideas que sólo cristalizan en algo medianamente tangible cuando los desmanes del castrismo logran sacarnos de nuestras vidas reales, de nuestras luchas por las defensas de las mujeres o los homosexuales, de nuestras empresas en quiebra, de nuestras bodas y divorcios, de las tareas de nuestros hijos, de los libros que estamos escribiendo, del barro que pensamos hornear o del plato que queremos cocinar, de nuestras fiestas y cumbanchas, y de nuestros compromisos con los demócratas, con los republicanos, con los liberales, los conservadores, con Amnistía Internacional, África y el Sursum corda.
Sólo los desmanes del castrismo logran detener nuestros relojes y hacernos confluir, a pesar de las enormes distancias que nos separan, en algo medianamente cercano a una entidad real. Cuando eso sucede recordamos que hay un país encallado en el tiempo, un barco llamado Cuba que nuestros padres creyeron faro y terminaron convirtiendo en naufragio. Una tripulación de once millones de cubanos atrapados, como lo estuvimos nosotros, en una pesadilla indecible, en un infierno indemostrable. Cubanos desesperados por saltar sobre la borda, cubanos acostumbrados a la calma chicha o luchando por desencallar, lo mismo da. Para todos y cada uno de ellos sólo tenemos un hilo de palabras lanzadas como un cabo de luz.
Luces hechas de candiles y antorchas, de fósforos en aguacero, de algún que otro quinqué y de chismosas, muchas chismosas. Luces que juntas alumbrarían más que un faro, pero no necesitan hacerlo, porque no hay camino a señalar, porque para un barco varado en el tiempo hay un único mensaje posible: la vida es boga en el mar abierto y brutal de la realidad, el resto es morir respirando.
Termino de escribir el primer borrador de este texto y ya es de noche aquí en Las Bahamas. Allá abajo en la playa acaba de terminar una boda. Los novios encienden lámparas de papel y las dejan flotar sobre sus manos, ríen y las sueltan al vuelo. Son guirnaldas que elevan sus sueños al cielo.